martes, 21 de agosto de 2007

Homenaje a África

HOMENAJE A ÁFRICA

Ha muerto un niño de cuatro años. El hijo de un amigo, en África. No se conocen las causas. A él va dedicado este artículo. Seguro que podrá disfrutar de un paraíso que no encontró en África.

África es nuestra cuna. Hace millones de años, un simio, un animal por el que nadie hubiera apostado en la lucha por la supervivencia experimentó una serie de cambios. No era un animal veloz, no era grande, no era fuerte, no estaba armado. ¿De dónde sacaría recursos para poder sobrevivir? En primer lugar se elevó sobre sus patas traseras, liberando sus manos para poder manipular los elementos que la naturaleza le proporcionaba. Su cerebro empezó a crecer. Desarrolló relaciones, ideas, pensamientos... utilizó herramientas e ideó unos sonidos, en principio guturales para poder comunicarse. En África empezó todo. Kubrick nos lo describe metafórica y maravillosamente en esa obra maestra titulada 2.001 Odisea en el Espacio.

Continente maravilloso, África. Naturaleza salvaje. Selvas y desiertos inconmensurables. Puestas de sol como no se ven en ningún otro lugar. Incluso la civilización nació en África, en las fértiles riberas del Nilo. Y Salomón admiraba a la Reina de Saba.

Pero pronto la historia se olvidó de África. El centro de la civilización se desplazó a Grecia y Roma. Cartago fue derrotada. África quedó arrinconada, allí, en el Sur de Europa. Reservorio de esclavos. Esclavitud, esa mancha negra en la historia de la humanidad, auténtico pecado original que algún día Occidente tendrá que expiar. Aberración histórica desde todos los puntos de vista. Nada más. Las corrientes de la historia se olvidan de África a partir de entonces. Se descubre América, y África sólo sirve para proporcionar mano de obra esclava. Países enteros, como Cuba, Brasil, Colombia, el Sur de EE.UU. se pueblan de africanos. Pero África en sí queda olvidada.

Y llega el siglo XIX, el del colonialismo, padre y madre de la mayor parte de los males que sufrimos hoy en día. Y África sale algo del olvido, pero no para bien, sino para mal. Joseph Conrad nos lo describe fabulosamente en sus novelas, especialmente en esa maravilla titulada El Corazón de las Tinieblas. Nos hallamos a finales del siglo XIX, época de los grandes imperios coloniales. Los belgas, dirigidos por su cruel y sanguinario rey Leopoldo II explotan el Congo de una manera que desembocará en lo que se ha considerado como un genocidio comparable al holocausto judío.

A lo largo de un viaje Marlow, el europeo, se encuentra constantemente con “los otros”, en este caso los africanos. ¿cómo los describe? Conrad nos los describe en primer lugar no como individuos, sino como un grupo, una masa homogénea que actúa como un todo, un enjambre colectivo. Están, tanto literal como metafóricamente unidos, ligados por una cadena.

Salvajes infelices, es la expresión que emplea como definición exacta. Infelices por salvajes, podríamos decir. Les falta la luz, la luz de la civilización, están en tinieblas, en la negrura, son negros. Infelices, trabajando encadenados. Al fin y al cabo están a nuestro servicio, al de los hombres civilizados que resplandecen a la luz del sol y que son la única posibilidad de redención para estos pobres desgraciados.

¿Es racista Conrad? Así lo sostiene con vehemencia Chinua Achebe, y no le faltan argumentos. Basta repasar “El corazón de las Tinieblas” para encontrarnos con todo un rosario de epítetos, expresiones e ideas totalmente racistas. Materia prima, denomina Marlow a los esclavos inmediatamente después de llamarlos salvajes infelices. Es la deshumanización extrema del “otro”, su consideración como mera mercancía. Negras sombras de enfermedad, les denomina en otro pasaje. “Supresión de las costumbres salvajes” se titulaba el informe escrito por Kurtz... podríamos seguir, las expresiones de este tenor son incontables a lo largo de la breve obra y nada nos hace sospechar que Marlow no expresa las ideas de Conrad. En definitiva, todo el relato es un juego de palabras sobre la luz de la civilización y las tinieblas del salvajismo.

Sin embargo, también cuenta Conrad con acérrimos defensores. Estos van más al fondo de la obra que a su forma. No es la cultura africana lo que critica Conrad, sino la locura del colonialismo. La locura de un barco que dispara hacia una nada repleta de seres humanos, la locura de una civilización que vive con las calaveras de sus “otros” a las puertas de sus casas, la locura de una civilización que es tan solo una pequeña capa de barniz que se resquebraja al contacto con las tinieblas de lo no civilizado llevando a la locura. Y eso que Conrad no vivió la locura del nazismo: la civilización resquebrajándose sola, precisamente en el corazón civilizado de la civilizada Europa.

¿En qué hemos cambiado? En la forma sí, desde luego. Llamar negro a alguien es un insulto muy grave. Hay que llamarles afroamericanos. Hay que ir con mucho cuidado con los epítetos que les dedicamos. Impera el respeto cultural de boquilla. Definitivamente Chinua Achebe tiene razón, hoy en día Conrad es muy, muy racista. Está demodé, no es políticamente correcto. Claro que ¿alguien conoce a un blanco? Yo, por lo menos, soy naranja pálido. Tampoco los negros son negros, paradojas de la vida.

Pero... ¿y en el fondo?, ¿Acaso nuestra civilización no sigue con las calaveras de sus “otros” a las puertas de su casa?, ¿No seguimos explotando, masacrando, hundiendo en la miseria a los “otros”?, ¿no siguen naufragando las pateras a la vista de nuestras playas?, esas mismas playas en las que nos bronceamos en Agosto mientras hacemos un crucigrama. Sí, quizá somos en el fondo mucho más racistas que Conrad. Quizá a nuestra civilización el napalm le sigue oliendo a gloria (Coppola interpretando a Conrad).

Pobre Conrad, perdido por las formas. Por lo menos para él África existía, estaba viva. Para nosotros simplemente no existe. ¿existe mayor insulto que el desprecio? Al fin y al cabo Conrad era hijo de su tiempo, y pocos son los que no cometen los pecados de su tiempo. Hijo de las ideas evolucionistas, hijo de un etnocentrismo que consideraba todo lo ajeno como bárbaro, como algo de lo que hay que redimir. Al fin y al cabo la oscuridad también reinaba sobre Londres. Roma llevó la luz allí. Así los europeos deben llevar la luz de la civilización al corazón de África, al corazón de las tinieblas. Para Conrad eso está fuera de toda discusión, como para casi todos los hombres (y mujeres, por supuesto) de su época, al fin y al cabo no abundan mucho los Bartolomé de las Casas.

Y es que con Bartolomé de las Casas empieza una corriente que, desgraciadamente, ha tenido pocos seguidores. Una corriente que va contra el etnocentrismo. Por primera vez en la historia occidental se aboga con él por una conciencia de especie: “Todas las naciones del mundo son hombres (...) todos tienen entendimiento y voluntad, todos tienen cinco sentidos exteriores y sus cuatro interiores se mueven por los objetos de ellos, todos huelgan con el bien y sienten placer con lo sabroso y alegre y todos desechan y aborrecen el mal”. Con él no existen culturas o religiones o países bárbaros, relegando dicho término a los comportamientos crueles, estúpidos o ajenos a la razón independientemente de sus raíces culturales. (Claro que todo es tan relativo, deberíamos establecer desde luego unos mínimos para definir qué es cruel, que es estúpido o qué es ajeno a la razón en otras culturas, ¿pero cómo hacerlo desde una asepsia cultural cuando todos estamos culturalmente contaminados?).

El hombre es por naturaleza mestizo. Somos hijos de una multiplicidad de difusiones culturales, pero también raciales: ¿Cuánta sangre corre por nuestras venas?... ¿y por nuestras células grises?... ¿cuántos inventos corresponden a otras culturas?, ¿cuánto debemos a los indios, a los chinos, a los persas, a los judíos, a los africanos? y sin embargo... tantas veces parece que los “otros” no son humanos, tantas veces parece que si les pinchamos no sangrarán.

Y sangran, vaya que si sangran. En el Congo, en Vietnam, en Afganistán, en Irak, en tantos y tantos lugares donde se perpetúa la locura de la civilización, la locura de Kurtz. Pero no nos damos cuenta. Proclamamos nuestra falta de racismo a los cuatro vientos, pero ¿cuántas vidas iraquíes vale la vida de un americano?, ¿cuántas congoleñas?, ¿cuántas afganas?, ¿cuántas pateras antes de que nos decidamos a ayudar a aquellos a quienes en su día empobrecimos? Claro que lo hacemos en nombre de la democracia. Nuestras conciencias pueden dormir tranquilas.

Y pensar que lo que más nos separa es lo más superficial: el color de nuestra piel. Una vulgar respuesta adaptativa a algo tan fútil como el clima. Algo más o menos de un pigmento llamado melanina, útil en países con elevada radiación ultravioleta y pernicioso en países sin nada de radiación ultravioleta. ¡Qué absurdo, eso es lo que tanto nos separa!

Claro que no somos racistas... siempre que “los otros” estén lo suficientemente lejos. En cuanto se nos acercan, nos entra la locura de Kurtz. Dentro de nuestras casas “el otro” molesta. Su cultura molesta. Tienen que asimilarse. Nosotros no, nosotros podemos ir con calcetines y sandalias en el trópico, y tomar té a las cinco de la tarde, por supuesto, ellos tienen que renunciar al turbante. Claro que no somos racistas siempre que nuestros hijos no quieran casarse con una negra o nuestros hijas con un negro, claro que no somos racistas siempre que no tengamos un negro de vecino, o que ningún negro vaya a las escuelas de nuestros retoños. Claro que no somos racistas. Conrad sí lo era... No somos racistas, pero los gitanos... son tan sucios.

Hemos viajado al corazón de las tinieblas, pero éste no se encuentra en África sino las profundidades de nuestra mente, de mi mente. Quizá debamos buscar en nosotros a Kurtz.... quizá debamos ayudar a Sherlock Holmes y a Sigmund Freud a encontrar a Jack el Destripador... o a Hitler... o a Leopoldo II... y a encarcelarlos para siempre.

Por África y por los africanos, a los que tanto debemos...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Creo que el tiempo coloca a cada uno en su lugar. Con el tiempo voy desconfiando más de las intervenciones individuales proyectadas a cambiar el mundo. Me rio del que se siente superior pavoneándose en la mentira de "lo último" y cada vez voy entendiendo más la esclavitud a la que sutilmente nos vemos sometidos los que estamos en esta orilla del mundo. Sabemos realmente qué és lo que realmente importa?. Ahora me da la impresión que intentamos trasladar nuestras angustias a otro lado, proyectando nustros modelos hacia el mundo "en vias de desarrollo" Viajamos a lo más exótico para recordar de lo que realmente estamos hechos y dejamos nuestros "trastitos esclavizantes" para ver lo que hacen los "sabios" con ellos. Quizas debamos plantearnos quién nos esclaviza a nosotros y a que precio vendemos nuestra vida

Anónimo dijo...

Querido Rafael, muy interesantes tus artículos. Conectando el que has escrito sobre el liberalismo y este último de Africa me ha venido una idea a la cabeza. ¿No será acaso el regateo el núcleo esencial de una verdadera libertad de mercado? ¿Por qué el comprador en el mundo occidental tiene tan restringidos sus derechos a la hora de negociar los precios? ¿Donde queda eso de la ley de la oferta y la demanda sin regateo? Bueno, todo esto son preguntas y yo he dicho que tenía una idea. ¿Qué pasaría si todos nosotros regatearamos nuestro carrito de la compra en los hipermercados? Lo tomas o lo dejo.